Hay personas conocidas de la infancia que no sé por qué
razón nunca se olvidan. Después de tanto tiempo una piensa que fueron
insignificantes pero si hurgamos bien, nos damos cuenta que tuvieron alguna importancia en el desarrollo de esa
etapa tan especial.
Como una película quedan escenas en la mente relacionadas
con ellas. Y Majúa fue uno de esos seres que marcó huellas, estoy segura, en
más de un niño y una niña de mi barrio.
Cuando tenía nueve o diez años, -mi hermano cuatro menos
que yo- compartimos como vecino a un negrito viejo, que muchos decían tenía
“problemas”, pero era la persona más bondadosa y trabajadora que nunca había
conocido. Era el mismísimo Majúa.
Laboraba en la cocina del Hospital Dr. Mario Muñoz Monroy de Colón, en Matanzas. La gente decía que
allí hacía de todo, desde limpiar hasta preparar viandas y pelar pollos…Cualquier
actividad, porque no podía estar sin hacer nada.
Vivía solo. En un cuarto amplio se veían de frente la
camita personal en que dormía y la mesa con el fogón, tenía el baño afuera.
Cocinaba con luz brillante, por lo que casi siempre había olor a combustible en
el lugar. Estiraba bien la sábana del camastro y a veces le pasaba un paño con
petróleo al bastidor para que se murieran las chinchas. Todo lo tenía
organizado, pero sin exquisiteces.
Mi hermano y yo íbamos casi siempre a verlo cuando venía
del trabajo, porque, aunque teníamos en nuestra casa siempre alguna merienda,
le pedíamos pan, queques, mermelada o lo que trajera del hospital. Otras veces
él era quien nos llamaba cuando todavía a las cinco de la tarde no habíamos ido
por allá.
A mi mamá no le parecía mal que nos lleváramos bien con
él, solo que peleaba mucho cuando Majúa hacía coditos, porque decía que comíamos
sancocho. Se trataba de un poco de la
pasta con sofrito crudo, tirado por arriba en un plato bien manchado. A nosotros nos encantaba.
Dejábamos los espaguetis con salsa
cocinada y queso de mi madre, por los coditos del viejo.
Pero no sólo con nosotros él tenía distinción, a
cualquier muchacho que llegara en ese momento también le daba de comer. Cocinaba
siempre bastante y lo que sobraba se lo tiraba a los pollos del patio de al
lado.
Siempre estaba contento y cantaba enredado pues no tenía
dientes. Los muchachos decían que estaba loco porque hablaba con él mismo. A
cualquiera que lo necesitaba él lo ayudaba: A llevar una jaba, bajar algo
pesado, barría los patios de los alrededores…
Yo creía entonces que Majúa nunca se iba a morir. Se
convirtió en un personaje tan importante para niños como mi hermano y yo que
pensaba que siempre iba a estar ahí, en su “cuarto” como mansión y pasando por
frente de mi casa cantando o hablando solo.
Un día cuando ya estuve casada y con una niña, a más de
veinticinco años de saborear tanto los
coditos con sofrito crudo de Majúa, conocí que había muerto. Entonces comprendí
cuán importante son para los niños personas como él. Sus cualidades no las
percibía en aquellos momentos, pero tal parece que calaron subliminalmente.
Hoy mi hermano es un eterno ayudador de sus amigos y yo
brindo lo que tenga al que llegue a mi casa a la hora de comer. Y a mis hijos
me gusta hacerle de vez en cuando coditos con sofrito crudo echado por arriba.