Visitar la consulta de una
de las amigas que surgió por el ejercicio de la profesión, fue muy
aleccionador. Observar otras pacientes que retribuían a la doctora algunos
obsequios, me hizo pensar que no soy más que una mujer “a la antigua”, -para ser
conservadora conmigo misma.
Estoy entre las que nacieron
en las primeras décadas después del triunfo de la revolución; es decir,
aquellas que lucieron ropas hechas en las máquinas de coser de las madres, las
tías o las abuelas, soy de las que no tenían apenas equipos electrodomésticos para
usar; sin embargo, se forjaban amistades sobre la base de la
empatía y el amor.
Eso alcanzaba. Bastaba
quererse a través de un encuentro
fortuito, una invitación formal con la familia o simplemente no verse casi
nunca y la relación amistosa permanecía en el tiempo.
Mira cuán lejos estoy de ser
una mujer de ahora. En la consulta me di cuenta que estoy encallada en un
pretérito inofensivo. Me sentí culpable por no hacer lo que hacen las demás, por no estar
a la par de las agradecidas, por ser la más inútil de las pacientes.
Luego, dejé un poco de
reprocharme, cuando escuché a la doctora decirle a una de las que le
obsequiaba, que no tenía que regalarle nada, porque eran amigas. Me vino
el alma al cuerpo. Olvidaba que la especialista y yo somos coetáneas.
Aun así, hoy el estilo que vale es
otro, y de esa verdad no puede escapar nadie. A fin de cuenta, un regalo siempre
halaga y hasta hace falta, en dependencia de lo que ofrezcan. Bien que lo
merece la amiga, por ser una profesional capaz y entregada a su quehacer.
Me fui de la consulta con el
propósito de ser una mujer de estos tiempos. Y aunque sé que ella es de las
mías, pienso quitarme pronto el cartelito de desagradecida, por si le diera una
lectura diferente a mi corazón… es radióloga.