Un vistazo añejo a mis imágenes de estudiante me hace
acordar muchas cosas buenas. Cuando una es alumna cuenta con profesores y
profesoras que recuerda más que a otros.
Es extraño ver un maestro de primer grado; sin embargo, yo lo tuve. Fue
excepcional, no solo porque me enseñó a leer y a escribir, sino porque cada
mañana, se hacía el que no veía cuando me insertaba en el aula escurridiza y tardíamente.
Luego, al cabo de mucho rato, él me tomaba de la mano y
me sentaba al frente del aula a “dar clases con él” y de paso, agachaba
disimuladamente la cabeza y me preguntaba -en perfecta complicidad- por qué
había llegado después que todo el mundo. Yo le decía bajito que a mi mamá le
había cogido tarde para ir a buscar la leche.
Al cabo de los años, me di cuenta que de las veces
que le dije lo mismo, no me llegó a creer ninguna, pero lo disimulaba tanto que
yo pensaba que juzgaba bien mis argumentos. Aspecto que seguramente, no le
importaba mucho, si lo comparaba con la gratitud de escucharme, cuando le
recitaba de carretillas, un montón de capitales de países, enseñadas por mi
papá.
Ese mismo maestro nos dejaba salir en el receso al aula
de pre escolar para ver el ensayo de la banda a la que ya no pertenecíamos y
conocía al detalle cómo se llamaban los padres y las madres de todos los
alumnos, a quién le gustaba o no los mantecados de la merienda, o quién había ido al cine o al nuevo Coppelia
durante el fin de semana.
Pedro, así se llamaba mi maestro de primer grado. Uno de
mis tesoros. No creo que hubiera sido la
única alumna que lo quería. Muchos lo recibían y despedían de las clases con un
abrazo en las rodillas, porque era alto y delgado. Un poco después, cuando sus
alumnos cursábamos el sexto grado, la noticia de su desaparición física, por un
accidente, nos dejaba sin resuellos.