Las amas de
casa son una suerte de hadas madrinas que cuando una vira la cara, tienen
a nuestra disposición lo ideal, o al menos lo necesario, para nuestros imperativos.
De niña, yo
miraba con atención el papel de ellas, lo observé en mi madre, primeramente,
después en mi tía y en las abuelas. Quizás la inocencia de los primeros años de
vida no alcanzaba apreciarlas en su máxima dimensión. Después de adolescente,
comencé a verlas más cerca de lo real.
Ellas se las
ingenian para cocinar almuerzo y comida para cuatro, cinco y en ocasiones, para más personas. Pero no solo eso, los
cocidos les salen bien y equitativos
para cada cual según su “dieta”.
Generalmente
friegan, lavan, planchan y limpian.
Hacen los jugos, natillas o cualquier merienda y los ponen en las manos de su
familia. Por tanto, está de más decir que son abnegadas, incondicionales y
nadie o casi nadie reciproca sus atenciones.
Hoy,
independientemente del esfuerzo que se realiza por la igualdad de género en la
sociedad –y el hogar no está exento de ello-, así como de las proyecciones
contra el machismo, el recargo de tareas
sobre las amas de casa, sigue siendo una asignatura pendiente en muchas familias.
Nunca me di
cuenta la cantidad que se servían en sus platos, y en ocasiones comían de pie o
a deshora. Sin embargo, sí tenía claro que gustaban del ala o las patas del
pollo. En tiempo de frío preparaban un té caliente a los miembros de la familia
y sin importarle la temperatura que hiciere, fregaban antes de acostarse.
Hoy me doy
cuenta que ellas son tan reales como yo. Por eso me empeño en contarles estas
cosas a mis hijos para que la suerte sea cada vez más equitativa. Bueno, al
menos a punto de concluir estas líneas,
mi niña ha puesto a mi disposición una taza de té sobre mi buró.
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