Lila tenía el nombre de flor. No era
una anciana más de la cuadra. Fue incomprendida por muchos... Nunca se vio dialogar
con los alumnos de la escuela primaria del frente de su vivienda. No se notaba salir ni entrar
de la casa en ningún horario del día, y siempre tenía las puertas y ventanas
cerradas, excepto una al lado de la puerta, que por las persianas inclinadas, podía
mirar a quién atender, cuando de lejos le gritaba su nombre para que le
regalara una de sus plantas.
Creo que se
veía tan blanca porque nunca cogía sol, al no ser cuando salía a regar agua,
con una manguera muy larga, todas las flores que cubrían el inmenso jardín que
pintaba su frente y entonces, todos los niños de la escuela, se asomaban en
bultos apretados por las puertas de las aulas para verla.
Su figura
encorvada y pálida se esfumaba apenas que mojaba sus flores y la casa volvía a ser la imagen
que en pinturas a veces trazamos, cuando en plano generalísimo la vemos
cerrada, en espera de que alguien le dé vida.
Lo cierto es
que el día que alguien sorprendiera a Lila regalando una flor era un
acontecimiento. Ni los 28 de octubre, ni los 28 de enero, ningún alumno podía
arrancarle de su generosidad uno de sus cultivos preferidos.
El único
jardín de Colón que enseñaba príncipes negros, rosas matizadas, espigas
inmensas de azucenas y las más extrañas variedades de flores era el de la casa
de Lila. Ella no era muy sociable, pero sí una excelente cultivadora de las
mejores rosas de todo el pueblo. Nadie sabía quién le traía las posturas, ni el
secreto para que crecieran tan exageradamente bellas y saludables.
Dicen
algunos que no se casó y que vivía con una hermana, que por no ser la
responsable de regar el jardín, nunca se veía. La casa estaba pintada de
blanco, hacía esquina en una de las calles más céntricas de Colón, en la
provincia de Matanzas, era una construcción de inicios del siglo pasado, pero,
sus puertas de cedro y persianas de cristales, se mantenían como hechas del
momento. Se erguía como una de las viviendas más visibles, sin embargo, pocos, para no decir nadie, sabían cómo era
por dentro.
Hace años
dejé de ser una de aquellas alumnas de primaria, que estudiaba frente a la
casa de la anciana y que un día arrancó
una rosa matizada por un hueco de la alta maya metálica que rodeaba el célebre jardín
colombino. Nunca supe tampoco de la señora, porque dejé ese pueblo hace más de
veinte años, mas, todavía sueño con volver a ver aquel jardín, cada vez que
necesito rosas para regalar o adornar la sala de mi hogar.
A veces
siento que es necesario que existan personas como Lila, aunque nunca se sepa
quién es, cómo es y qué hace dentro de su mansión. Quizás, después de tantos
años me he dado cuenta que todos no podemos ser iguales y personas como ella le
hace falta también al equilibrio del planeta.